Raptus Regaliter
20.3.10
Micro-Relatos | 10
6.1.10
Micro-Relatos | 9
4.1.10
Micro-Relatos | 8
No sabía que había más de una forma de pedir ser devorado por la Tierra.
Tampoco sabía que la mezcla de licuado de guayaba con torta de pollo con mole podría igualar el efecto que tuvo la bomba atómica en Hiroshima. O al menos así de intenso se sentía, y más cuando vas a 80 kilómetros por hora en un vagoncito sofocado y subterráneo.
No, no, mejor evito pensar en eso. Sí, en eso: en sacar la cabeza por la ventana para aliviar mi malestar o de perdida ya librarme del estorbo con ojos y boca que tengo sobre el cuello.
Al menos faltan dos estaciones y nada puede empeorar lo que ya es de por sí una espantosa mañana. ¿Pero a quién se le ocurre desayunar a las prisas? ¿Dónde quedaron los tiempos en que convivía uno con la familia antes de salir todos juntos de la casa, sonrientes y llenos de energía? ¿Me estaré haciendo viejo? ¿Mi nuevo status quo consiste en sobrevivir a base de licuados Activia y burritos LonchiBon?
Considero por un segundo tomar la bolsa de papel que muy amablemente alguien dejó hecha bola bajo mi asiento para tratar de calmar mi náusea, pero su aspecto grasiento me detiene de inmediato.
Sólo se requiere concentración. Es todo. Relajarme. Respirar. Ignorar a la señora que dice vender una bolsa de dulces surtidos a cinco pesos. ¿Dulces surtidos por tan poco costo? Se me revuelve aún más el estómago de pensar qué idiota compraría algo que seguramente ya está rancio y que además supuestamente es de marca. Sí, claro. Pinches vendedores ambulantes, sólo andan buscando verle la cara a uno...
Con tales formas de alimentar mi imaginación, la ansiedad me comienza a hacer su presa: sólo queda un tramo de tortura restante. Sólo una estación para salir de este gusano metálico.
Ya por más que intento no puedo alejar las palabras e imágenes que más provocan mi asco. Escenarios repulsivos cruzan mi mente en tal desesperación. Ya... llegué a mi límite. Y es que luego de seis estaciones, cuatro provocaciones de homicidio y siete vendedores a bordo no se le puede pedir más a un pobre hombre como yo.
Y entonces llega la cereza en el pastel, vestida casi en harapos y vendiendo pastillas de Pepto Bismol (o eso decía). Eran diez pastillas a diez pesos, sólo diez pesos costaban, sólo diez pesos valían. Siendo técnicos, era esa mi salvación encapsulada, adornada de rosa y celofán. Siendo realistas, sólo pude reaccionar de una manera cuando la vendedora se acercó a mi lugar, levantó los paquetes engañosos en una mano y volteó a verme...
- ¡¡¡¡Puuuuuaaaaaaaaaaaaaaaj!!!!
Sentí que todo el contenido en mi estómago de los últimos diez años había sido liberado en un solo movimiento, sobre el piso mal tapizado, sobre los zapatos de algunos pobres incautos, pero más que nada sobre ella y su mercancía, las pastillitas milagrosas que podrían haber hecho maravillas de ser reales.
Como pude, me reincorporé y me limpié la cara con una manga. Eso sí, sin dejar de verla a ella y la desagradable impresión que dejó en mí. Volteé a verla sin la más mínima pena (que a estas alturas estaba escasa) y le susurré al oído antes de bajar en mi destino:
- Ya ni la friegas, mamá.
Sólo quería que las puertas se cerraran.
Micro-Relatos | 7
Me era imposible escuchar lo que me decía.
La marejada de gente impedía que pudiera siquiera acercarme para escuchar mejor. Pero sé lo que vi al otro lado de la multitud impertinente. La morena de fuego me sonrío; sus labios se movieron diciéndome algo y mi mente no pudo evitar más que volar con lo que muy claramente interpreté como “abajo”.
Me imaginé “abajo” de su falda, trazando remolinos en sus suculentas piernas; “abajo” de su lengua, descubriendo universos con la mía; “abajo” de su cuerpo, dejándome dominar dos, tres o cuatrocientas veces.
Siguiente parada, salieron decenas de pasajeros y entró el doble, lo que parecía casi imposible dadas las apretadas circunstancias de por sí. Mi musa me volvió a ver y fijó una mirada sensual en mis partes nobles. Sólo eso bastó para que en contra de todas las leyes de la física me abriera camino donde no cabe ni un alfiler.
En medio de empujones, codazos, una manoseada perturbadora y hasta un obstinado vendedor de mp3, de alguna forma me olvidé de que mi parada sería en la siguiente estación y que debería mejor buscar un atajo a las puertas. Sólo era ella. Mi objetivo, mi presa. “Abajo” del metro, “abajo” de un puente, “abajo” de las sábanas de seda.
Cerca, cada vez más cerca, vi que iba a la salida, tratando de llegar lo más rápido posible a las puertas metálicas. No dudé por un segundo y cambié de trayectoria, convencido de que la vería al salir del tren. Como fue de esperarse, ella salió como bólido a los pasillos de la estación. No la perdí de vista, pues me aferré a la idea de acercarme y platicar.
Me di cuenta de la velocidad con la que caminaba para evitar grandes cúmulos de gente y tuve que seguirle el paso, con ningún tipo de energía adicional más que el deseo imbécil de un pobre diablo. Sin más, logré alcanzarla en el cambio a la otra línea de metro, donde nada nos presionaba.
Di pasos más tranquilos hacia mi Venus, preparado para ver estrellas. Toqué suavemente su hombro para llamar su atención.
- Hola, preciosa. Me dejaste intrigado con lo que me ibas a decir.
La amazona se sonroja y es entonces que me siento el hombre más chingón del universo.
- Ay, qué pena. Es que...- se acerca a mi oído con una seducción casi infantil. – Traes… Traes el cierre abajo.
Sus palabras perforaron con un sabor amargo el centro de mis deseos y la fantasía se evaporó tan rápido como llegó.
No sabía que había más de una forma de pedir ser devorado por la Tierra.
Micro-Relatos | 6
Ya ni me acuerdo porqué peleábamos.
Tampoco recuerdo cómo creció el problema al grado de quitarnos el habla, lo que es muy incómodo cuando vives y trabajas con esa persona. Lo hace incómodo cuando viajas con ella en el mismo vagón rumbo a la oficina que comparten, donde también se compartían chismes, quejas y risas.
Hasta el metro parece más callado que nunca. Hoy no ha entrado el usual vendedor de cumbias y bachata. No han venido a ofrecernos llaveros para las llaves, cursos de inglés ni botanas rancias. Hasta el momento no ha llegado alguna interrupción oportuna al gélido silencio entre la que se sienta a mi lado y yo.
Pienso por un momento en voltear a contarle lo de Sujey, la chava de contabilidad, que se andaba ligando al mensajero y que habían tenido algo de fin de semana, que no había durado porque su novia llegó a armar un escándalo en la fiesta.
Quiero contarle de Héctor, el de sistemas, que se metió en una bronca por haber hecho su mini laboratorio de piratería en la oficina. O de lo que hicieron con la herencia del papá de Georgina. O de la amante del jefe importada de Cuba.
Pero no puedo. No me va a contestar y hasta fingirá no estar interesada en los chismes que usualmente sigue con apetito voraz.
Alguien se suena la nariz, varios duermen antes de llegar al trabajo, otro desayuna un pan un poco extraño. Pero ni un ruido. Todo en silencio absoluto.
Me empieza a entrar una ansiedad extraña por gritar para generar algo, un chiflido, un insulto, un abucheo colectivo, lo que sea. Mi respiración se agita y considero por una milésima de segundo sacar un cigarro y fumarlo ahí mismo, lo prohíban o no.
Decido mejor pararme cerca de las puertas, lejos de ella, lejos de su insoportable ley de hielo provocada por algo que seguramente fue trivial. Tan pronto se abren las puertas, salgo apresurada hacia las escaleras, al ruido del tráfico, al del murmullo citadino, al pasillo de marchantes.
Tan buena es mi suerte que uno de mis zapatos de tacón de $180 pesos de la Lagunilla decide partirse en ese momento y me voy hocico al suelo. Siento el dolor punzante del tobillo y entonces la veo a ella corriendo preocupada en mi dirección. Después de todo no puede ser tan fría como para seguirse de largo indiferente.
Se agacha para ayudarme y veo que sus labios se mueven como preguntando algo. Otra señora se acerca y hace un comentario de paso señalando el tacón olvidado un metro atrás. Pero ni un ruido.
Me era imposible escuchar lo que me decía.
Micro-Relatos | 5
No hay placer que se compare al de las pequeñas venganzas.
Esto lo supe desde niña cuando encontraba la manera perfecta de echarle la culpa a mi hermano de cualquier desperfecto en la casa, luego de que se burlara de mí o tomara alguna de mis cosas. Desde entonces aprendí que puedo salirme siempre con la mía. Claro, yo he sido lo suficientemente paciente y calculadora con cada zarpazo.
Por eso es que he dejado pasar los últimos seis microbuses que se detuvieron frente a mí. Por eso el monedero pesa más que cualquier otra vez que lo haya traído conmigo. Porque lo espero a él, el conductor de Belcebú. Al cafre que va manejando desenfrenado con el peculiar tablero atascado de figuritas ridículas que tambalean la cabeza con cada arrancón.
Llega por fin después de más de una hora de espera. Una hora para saborear cómo voy a desquitarme de aquella vez en que no sólo me estafó con cincuenta centavos de cambio sino que además se atrevió a darle el asiento preferencial a su compadre con tal de platicar. Y encima de todo, me dejó en la esquina equivocada. Para una mujer de mi edad, esas faltas de respeto y educación pueden hasta provocar un infarto del coraje. Pero ya nadie respeta ni a su propia madre.
El odioso conductor me reconoce de inmediato y frunce su ceño por un segundo. De seguro se acuerda del escándalo que le armé en aquella ocasión, pero por lo visto no le causa ninguna vergüenza. Infeliz. Trato de mostrar indiferencia y preguntar con un tono casi inocente de a cuánto es el pasaje.
- $3.50,- responde de muy mala gana.
Con una pequeña mueca de satisfacción le entrego al chofer distraído un manojo de monedas en su mano. El tipejo voltea de inmediato al sentir el peso de treinta y cinco monedas de diez centavos en su palma. Las diminutas piezas de metal caen entre sus dedos mientras él me mira con una mezcla de molestia y estupefacción.
- ¿Qué carajos es esto?
- Lo de mi pasaje.
- ¿No cree que ya está muy grandecita para estar con esos jueguitos?
- Pues yo a usted lo veo bastante vejete como para estar coleccionando muñequitos en su tablero.
- ¿Y eso qué tiene qué ver?
- Pues nada, sólo que quizás es un trauma que trae de infancia.
Algo estaba a punto de responder pero no logró hacerlo. La discusión, que ahora empiezo a olvidar, al parecer lo logró distraer lo suficiente para no fijarse en su compañero microbusero tratando de aventajarlo en la ruta.
El impacto no lo tengo del todo claro y empiezo a perder la noción entre lo que vagamente identifico como dolor. Sabe a vidrios incrustados y de reojo veo un charco de sangre en el que se remojan treinta y cinco moneditas de diez centavos. Capaz que hasta son menos. Las voces son igual de vagas y distantes, pero lo alcanzo a escuchar a él. Al menos creo que lo escuché. Ya todo se nubla.
- Estela... Estela... no seas así, carnalita, reacciona.
Ya ni me acuerdo porqué peleábamos.
30.9.09
Micro-Relatos | 4
Veo cómo le meten la mano en la bolsa; una cartera abultada sale discretamente, pero su dueña está tan concentrada en el cachondeo a besos con el presunto novio que ni se da por aludida.
El pequeño delincuente se ve satisfecho con su nuevo premio de principio de quincena, pero trata de hacerse el distraido para evitar sospechas. Tengo que darle crédito por ser capaz mantener esa carita de inocencia que le partiría el alma a cualquier doña con corazón de pollo. Quizás por eso no le llamo la atención. Aunque, claro, tal vez influya el hecho de que le robara la cartera a la infeliz que me dejó sin mayor explicación hace dos semanas, la que ahora pretende no reconocerme.
Lucía comienza a rayar en lo obsceno cuando decido que realmente no importa que me haya dejado. Al contrario. Mucho mejor para mí o sería yo quien estaría tocando esos labios manipuladores, los que por horas juraron deseo y cariño para finalmente desencadenar miles de reproches sin fundamento. Estaría yo aún con esos labios que con una sola insinuación me dejaban imaginando mucho más.
Es más, viéndolo ahora desde ese punto de vista, decido hacerle un último favor antes de bajarme. Me acerco al niño tranquilamente para no intimidarlo, incluso me agacho hasta estar a su altura para que nadie más que él me escuche. Aún así, se pone nervioso.
- ¿Sabes que no está bien tomar lo que no es tuyo? ¿Sabes que te puedes ir a la cárcel por robar?
El niño de cuanto mucho seis años me mira petrificado pero no responde.
- Prometo no decir nada y no armarte broncas si me das la cartera para regresarla.
Sin decir una palabra aún, saca tembloroso la cartera y me la da discretamente antes de salir huyendo en la siguiente parada del metro, escabulléndose entre las decenas de personas aglomeradas en nuestro vagón.
Yo bajo menos apresurada en la misma estación, metiendo la cartera en mi bolsa. Un simple ajuste de cuentas por cada centavo que desperdicié en su compañía.
Ah, porque vaya que tenían razón...
No hay placer que se compare al de las pequeñas venganzas.
Raptus Regaliter
Disclaimer...
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Las visiones expresadas en este blog son exclusivamente responsabilidad del autor hasta que se demuestre su cordura.
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